Es mejor vivir un año como tigre, que cien como una oveja
Hace nueve años, vecinos de Chimalhuacán, Estado de México, denunciaron al 911 un ruido que no los dejaba dormir.
— Oficial, esto que se escucha parece una gata en celo —dijo uno.
— Suena como un gato, pero mi gato no se queja así —sumó otro.
— Parece que se escucha un lindo gatito — agregó otro, mitad en broma, mitad en serio.
Policías acudieron al lugar y, para su sorpresa, encontraron abandonados, desnutridos y apretujados en un remolque unos tigres de Bengala. Siete en total.
La primera hipótesis de la policía fue que el remolque de los tigres pertenecía al circo de los hermanos Cedeño y, cuando se movieron de lugar, tuvo una falla mecánica. Al día siguiente iban a volver, pero los delataron sus rugidos. La segunda hipótesis apuntó que, a raíz de la aprobación de la ley que prohibía tener animales, los Cedeño vendieron sus tigres a un circo turco. Los dejaron en un remolque hasta que les depositaran el dinero.
Una fuente cercana a lo sucedido, me contó que algunas de estas cosas fueron ciertas. El circo, efectivamente, dejó atrás a los tigres y se localizó en Tizayuca, Hidalgo, a dos horas de allí. Y el Senado había aprobado una ley en 2015 que prohibió el uso de animales en los circos; entró en vigor una semana antes del hallazgo de los felinos. Lo que desmintió fue lo de la venta: “¡Qué circo turco ni que nada! Si acaso, los iban a vender ilegalmente, como sus víboras de cascabel que las compró un hechicero de Catemaco, amigo del hermano más pequeño”.
La noticia perdió popularidad y al cabo de un mes, cerraron las investigaciones. Nunca se supo qué pasó. Nadie fue detenido ni castigado. A pesar de que los Cedeño reclamaron sus animales, el gobierno federal decomisó los siete tigres. Dos terminaron en el zoológico de Chapultepec, y de los otros cinco no se sabe más. Si bien dijeron que los habían enviado de vuelta a Etiopía, se rumorea que fueron a parar al mercado negro, y que los adquirió un taxidermista extranjero y engordó durante años para que, llegado el momento, se vieran muy cachetones en su colección.
El resto de los animales circenses corrió con la misma suerte. El gobierno censó poco más de mil antes de su prohibición; entre ellos, había elefantes, jirafas, tigres, leones, caballos, changos, perros, y un perico disléxico conocido como Pico Loco, de un hermoso plumaje verde metálico, famoso por su frase: “¿Qué hay de viejo, nuevo?”. Hoy en día, no quedan más de cien vivos. Con la ley aprobada, los circos se deshicieron de ellos, y terminaron como alfombras afelpadas o materiales de vestimenta. De hecho, las plumas del Pico Loco fueron utilizadas para la cola del vestido de una vedette veracruzana muy famosa.
Esta prohibición también fue un parteaguas para la industria circense. Su principal atractivo, hasta entonces, eran los espectáculos con animales. En 1802, por ejemplo, llegó el circo de Philip Lailson, con el número estelar de un soldadito francés que, en realidad, era un mono bailarín. Las entradas estuvieron agotadas durante meses. A mitad del siglo XIX, un circense veracruzano trajo al Gigante Mogol, un elefante desaforado y lento. Fue tan venerado, que al morir, vendieron sus colmillos a joyerías de renombre, y su carne a los mejores restauranteros del país. En años recientes, el circo de los hermanos Jiménez mantuvo las ventas a flote durante años, gracias al malabarismo de su estrella importada desde Tanzania: la jirafa Jimena.
Muchos circos no pudieron sostener el negocio sin los animales. Los pocos que sobrevivieron, ofrecían artes circenses de todas clases, como equilibrismo, contorsionismo, magia, acrobacia, baile, saltos. Pero nunca llenaron las carpas como antes. Es lógico: jamás un ser humano malabarista puede remplazar a una jirafa malabarista. ¿O sí?
Para quitarme la duda, decidí ir al circo. Elegí la última función del Magic Times Circus, en Ocoyoacac, Estado de México, a tres horas de camino, porque anunciaban un show con dos tigres de Bengala. Me pregunté si aquellos serían los mismos que habían rescatado años atrás.
Al llegar, eché un vistazo en busca de los felinos. No vi jaulas, ni rastro de sus huellas en el camino enlodado. Tampoco escuché rugidos. Cuando salí al baño, los busqué detrás de la carpa, pero solo encontré a un tipo en trusa, sentado en una silla de plástico, sosteniendo un espejo pequeño mientras se pintaba la cara como payaso.
Tras una hora de espectáculo, anunciaron el acto que esperaba. Un tipo vestido como domador hizo la presentación: “¡Damas y caballeros! ¡Niños y niñas! En esta tarde tan especial, tenemos visitas desde Etiopía... Son unos felinos de poderosas garras y grandes colmillos… Recíbanlos con un fuerte aplauso… Con ustedes: ¡los tigres de Bengala!”. Salieron dos malabaristas con mamelucos naranja, rayas blancas y negras en la espalda. Tenían la cara pintada de naranja, y en cada mejilla tres bigotes grises. El payaso les dio unos latigazos en las nalgas para que saltaran por un aro prendido en fuego. Dieron un par de brincos y la función terminó.
Decepcionado por lo visto, llegué a la conclusión de que la única forma de resolver el misterio de los tigres de bengala era visitar el zoológico de Chapultepec. No era tarde, así que paré de vuelta a casa. Necesitaba una declaración sobre lo sucedido y, de paso, verlos con mis propios ojos.
El encargado del zoológico, Nahuel Beltrán, un reconocido médico veterinario con amplísima trayectoria en el ramo, me recibió pasadas las ocho de la noche. Dijo que no era el primer ni el último periodista con tales dudas. Acto seguido, sacó la documentación que acreditaba la posesión de dos tigres de Bengala, rescatados en julio de 2015. Por cortesía, me dejó ver a los tigres y entrar unos minutos a charlar con ellos. Encerrado en su jaula, le hice una pregunta al macho alfa:
— ¿Qué pasó en Chimalhuacán hace nueve años?
— Mira, David, la cosa fue así: esos cabrones nos abandonaron cobardemente. Estaban furiosos con la ley, porque el negocio se les iba a ir al carajo sin nosotros. Para desquitarse, nos metieron a las jaulas y hasta nunca. A los dos días nos empezó a rugir la panza de tanta hambre y los vecinos se enojaron. Afortunadamente, la policía nos rescató, y desde entonces estamos mejor. La vida aquí en el zoológico es inmejorable. Tenemos tres árboles, un estanque de aguas pluviales, y nos dan de comer medallones Top Sirloin una vez al año.